La Tierra está rodeada por un campo electromagnético que nos salva de los vientos solares; Júpiter es un gigante gaseoso que con su inmensa masa atrae los cometas que podrían amenazar a nuestro planeta. Tenemos agua en forma líquida y oxígeno en la proporción exacta. Todo eso son meras coincidencias. Lo que sí es milagroso de verdad es la música. Existe, pero no se ve. Se escucha y desaparece. La puedes recordar, pero la misma pieza nunca suena igual cuando la vuelves a interpretar. Sólo siete notas, con sus tonos y semitonos, que se mezclan entre sí y con el bendito silencio, jugando con alteraciones de tonalidades, de volumen, de timbre y de altura. Infinitas variaciones y combinaciones de notas, docenas de instrumentos diferentes de viento, percusión, cuerda e impulsos eléctricos...
Teniendo todo esto al alcance de las manos ya es penoso que en vez de tumbarnos a la bartola debajo de una palmera a escuchar una sonata de Mozart o un quinteto para cuerda de Haydn, nos preocupemos por la prima de riesgo, la inflación o el ránking de los políticos más chorizos.
Así que voy a volver a apagar la tele (menos la 2, la de la inmensa minoría entre la que me encuentro y a mucha honra) y voy a ver si me sumerjo en la Viena imperial y despótica del siglo XVIII, aunque sea un ratito...
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